lunes, 6 de agosto de 2007

Esos días Lunes...

“Tal vez me sobre el dolor o me falte el valor para decirte adiós. Nada nuevo, un paso adelante y quiero dar dos atrás… Trato de no acordarme de esta realidad a la que no le caigo bien, o tal vez a mi me cae mal” ...
— ¡Es domingo por la noche! — Y recuerdo algo a medias, el coro de una canción en la memoria. “Tal vez me sobre el dolor, me falte el valor… Y sigo alzando la voz, cantando la misma canción, que un día me hizo pensar que el amor era cosa de dos… Era cosa de dos…”


El lunes que podría ser tan normal como cualquier otro día, pero por alguna razón resulta tan distinto y hasta difícil. Sensaciones como de desgano o de estrés por recordar lo que se tiene pendiente, aquellas citas por cumplir acumuladas de semanas anteriores. O, dependiendo del caso, un día tan incierto también, ¿recuerdas el primer día de la semana como desempleado? Sin la obligación de tener que levantarte temprano, con ganas de hacerlo tal vez motivado por la costumbre, por el instinto de tener que laborar, pero dejando que el reloj marque las diez de la mañana cobijado en la cama.
La realidad manda que la piel siente “madrugar” los lunes. Exagerando un poquito, significa mucha carga emocional: Se ha pasado el sábado y el domingo — ¡Sí, tan rápido! —, no haz tenido tiempo para nada y no sabes en qué se fueron esas horas vitales; amaneciste el domingo casi a mediodía, sin resaca o con ella (sin billetera o con ella pero sin billetes y un número de teléfono mal apuntado en un papel con miles de arrugas), pensando en que ya se acerca otra mañana más, pero sin opción a un “segundo” sueño que siempre cae bien en un amanecer frío con neblina y almohadas cálidas — ¡Mierda, son las ocho me quedé dormido! —.


Nunca estamos de acuerdo con lo que hacemos, como muchos dicen, el afán autodestructivo del ser humano prevalece ante cualquier circunstancia, no estamos conformes con lo que tenemos —“Esta realidad a la que no le caigo bien, o tal vez a mi me cae mal”—, o es un lunes para ir a trabajar o es para no hacerlo.
¿A quién le gusta levantarse tempranísimo los lunes? Y en Lima, con frío y con el cielo color "panza de rata", la neblina colándose por las sábanas y tener que entrar a tomar ésa ducha, que quitará —en una suposición bastante alentadora al menos— toda la pereza y las ganas de despertar viendo un calendario que mienta piadosamente —“Nada nuevo… Un paso adelante y quiero dar dos atrás…”— marcando fin de semana.


El lunes que recuerdo como un estigma donde es inevitable y obligatorio levantarse para ir al colegio, o siendo justos, para nuestros padres fue la esforzada y somnolienta tarea de despertarnos, luego arrastrarnos hasta el baño —¡Mamá sólo un ratito más!, ¿sí?— y casi, ponernos el uniforme.
Después otra hostoria era intentar tomar el desayuno. Con un detalle: ¡Hasta hoy odio la leche! ¡En especial la que es natural y viene con natas! La intolerancia a la lactosa, infundada tal vez, hacía funcionar perfectamente mi ingenio para deshacerme de la taza con la leche. Había que hacerlo con verdadera destreza para no dejar huellas ni testigos (mi hermano menor), — ¡Paulo, no hablarás! ¡No haz visto nada para nada!—, no levantar sospechas —dejar siempre la taza con un poco de residuos al fondo, yo nunca tomaba todo y no debía dejarla “limpia” como Paulo— y hacerlo rápido porque tendría al auxiliar que controlaba la asistencia y al portón del colegio en la nariz.


Recuerdo también un lunes ya en la universidad, el primer día. En mi caso en una ciudad distinta y a la cual no conocía pues había estado en Piura cuando era muy niño, quizá a los 7 ú 8 años y luego no había regresado ni para dar la prueba de ingreso. Llegué muy temprano, a pesar del calor en la noche que no me había dejado dormir tranquilo por lo que despertar no fue nada difícil —no había pegado un ojo desde que puse la cabeza en la almohada—, y además la ansiedad que me mataba que ni sed sentía. Fui en taxi, hasta hoy recuerdo el ingreso entre árboles de algarrobos que daban sombra, bordeando la pista hasta llegar, en medio del bosque al Edificio Principal. Bajé y desorientado solo atiné a seguir los pasos apurados de los demás alumnos que, al igual que yo, no tenían la menor idea de cómo llegar al salón de clases asignado —¡Qué tal primer día!—.
Luego de leer muchos códigos en una pizarra con horarios, croquis y demás informaciones, encontré el aula que estaba a unos metros y entré a las justas, estaba casi repleta. Mi primera clase: Lengua I.


Estoy seguro que la mayoría de los lunes son de la misma manera, tan rutinarios que hasta podríamos pensar lo mismo: “Tengo que ir al trabajo”, “¡despiértate ya!”, “¡te haces tarde!”, “está nublado… ¿Serán las 7 de la mañana ya?”. Así que, si sucede algo diferente al despertar en la mañana, se notará el cambio, por pequeñísimo e ínfimo que sea éste.


Sucede así. Recuerdo esa mañana que resultó distinta. No hubo más colegio —ya hace varios años dejé de hacerle el "avión" a mi mamá y decirle que había tomado toda la leche—, no hubo aquel sonido impertinente pero necesario del despertador, no tenía aquella pesada clase en la universidad y tampoco vería a aquella chica sonreírme y tomarme de la mano, para literalmente conducirme hasta el salón de clases —Siempre me deberá el regreso a clases de la mano luego de las vacaciones de verano. Y dudo que alguna vez pueda pagarme—. Era otra vez lunes y la somnolencia me acompañó como siempre; iba en la combi, tan apurado y tan dormido a la vez por el largo camino desde Surco hasta el Callao que cuando reaccioné estaba frente a Larco Herrera, el sanatorio. El vehículo había parado y nos estaban haciendo bajar. Me devolvieron el monto del pasaje y quedé parado en la puerta de ese establecimiento junto a otros pasajeros igual de apurados, somnolientos y aturdidos, con quienes nos mirábamos las caras preguntándonos qué hacíamos ahí. La combi había tenido un desperfecto. Llegué tarde al trabajo ese día y no podía argumentar que me quedé botado fuera de Larco Herrera —¡Cosa de locos en casa de locos!—.


Pero eso no fue lo realmente distinto. Esa parada obligada fuera del sanatorio tuvo un efecto alucinógeno —a pesar que no había probado algún tipo de fármaco— en mi rutinaria y helada mañana, los minutos que tuve de cordura, como parodiando con la escena, me dieron espacio para darme cuenta de algo que hasta el momento había dejado de lado. Mientras me preguntaba qué hacia allí, daba cuenta que la interrogante iba más allá de responder sobre el lugar o lo que le había sucedido al vehículo. El tiempo había pasado y el camino me había conducido por distintos rumbos varias veces inpensados—como esa combi loca—, debido en parte a mi edad y del ímpetu que se tiene al empezar la verdadera independencia con las ganas de romper la monotonía, pero al final, sientía todavía lo mismo cada lunes que recordaba. Hay cosas que no cambian así hayan pasado muchos lunes, percibo lo mismo por mí, por aquella chica, por el camino que tengo y por lo que deseo. Seguir los planes, olvidar otros, tener un poco de desmemoria, no ser tan rutinario, proponerme más sonrisas, dejarme atrapar, no se consigue hacerlo tan fácil en otros lunes más…
¿Pero qué pasa con nosotros? ¿Por qué dejar pasar tantos lunes? ¿Por qué hacer tan cercanos los días lunes entre semana y semana? La manía y mala costumbre de dejar pasar el tiempo y decir “mañana la hago”… O es miedo, o es la rutina y la vida acelerada que cuando volteas a mirar el calendario te anima con un viernes y te recibe con un lunes en la oficina. Sea lo que sea en ese lapso el mundo no se ha detenido ni un instante y ya no eres ni serás el mismo de antes. Ni aquel amor volteará a verte ni estará en aquella puerta, como cuando tu memoria tomó la foto y lo inscribió en tus recuerdos, nada espera y ya no es “como siempre”…
Sé que ese lunes no fue la primera vez que lo pensé así, sé que la necesidad de cambio parte de mucho antes, pero la rutina te abstrae tanto y los lunes son tan parecidos que no te dejan ver más allá de la neblina. ¿Qué tenían de distintos los lunes de regreso al colegio? ¿O de la vuelta a clases en la universidad? ¿Qué tenían de distintos que a pesar de haber sido incómodos al igual que los de hoy se añoran más?


Hoy es lunes y llegué tarde al trabajo, la mañana amaneció con una densa neblina y llovizna. Mis zapatos están mojados y la mayoría de oficinas tienen papel en el piso para “ensuciar menos”. Ni bien abrí la mía me aguardaban una pequeña montaña de papeles y unas nubes grises. No debo esperar menos. Es lunes, con muchos documentos que organizar y revisar, con muchos requerimientos que atender, nuevos y de la semana pasada y todos para un mismo día. Es lunes y espero que a mediodía entren por esas nubes algunos rayos de sol, para que las alejen y las disipen, para que avancen los minutos y todo vuelva a la normalidad; que poco a poco cambie de color el cielo y así deje de ser lunes…



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