miércoles, 22 de diciembre de 2010

Aquellos bailes de promoción

Mientras trataba de dormir en la tarde para recuperar —si es que es eso posible— la madrugada que pasé despierto, escuchaba todo un alboroto en el primer piso de la casa, hasta que de un momento a otro la puerta principal se cerró de golpe llevándose consigo el bullicio. No había pasado ni un minuto cuando mi prima golpeaba y llamaba casi desesperada, ¡olvidé la orquídea!, fue el grito de alerta.

Entonces me ubiqué en diciembre, mes de fiestas y de finales, de todo tipo (dicen que es el mes preferido para terminar relaciones también, la carga sentimental debe apoyar este supuesto). Se termina el año, un trabajo, una etapa, la universidad, el cole, etc. Y viendo como mi sobrino va todo ‘enternadito’ para la fiesta de promoción del colegio, me llegaron a la mente esos días, lejanos ya, donde la única preocupación era primero la pareja y luego el baile, para los que tenemos dos pies izquierdos. Hoy los tiempos son distintos y terminar la primaria se hace sabiendo cómo es un beso luego de bailar ritmos pegajosos centroamericanos. Pero esos días, ¡cómo decirle a ella que sea mi pareja! ¿Y si ya alguien más se había adelantado? ¡Y si no quería!


Había primero que saber si podía acompañarme, lo que significaba tramitar el permiso a su mamá y ahí otro problema, tenía que ir con la mía y primero contarle los pormenores de la elección. Que por qué era ella, por decirlo de una manera, la elegida y dar explicaciones vergonzantes. ‘No mamá, no es mi enamorada’, ‘no me gusta’, ‘no, tampoco quiero que lo sea’…
Pero era un paso obligado y ni modo. Recuerdo que al llegar a su casa, previa cita telefónica con su madre, entramos a la sala donde ya nos esperaban—y hoy pensaría que la escena debe ser algo similar a una pedida de mano— y esperé que mamá hablara. Estaba incómodo pero esa linda chiquita no se opuso y por el contrario pareció gustosa, aceptó de inmediato y salvó mi primer problema. Debía ir a recogerla, llegar al local de la fiesta, luego regirme al protocolo establecido de la entrada de las parejas, para seguir con el horrible baile tradicional y ya, al menos eso creí.


Esa tarde me puse la camisa y la corbata, que hasta ahora no sé anudar bien, luego el saco y esperé a mis papás para salir en un auto. Al momento de abordarlo vi que mamá llevaba una cajita pequeña que contenía una flor, pensé que era el regalo para mi pareja y que se lo merecía por haberse portado tan bien. Ella salió de su casa sonriente, blanca hasta en los zapatos, muy linda. Me miró, nos saludamos tímidamente y partimos.


Al llegar al lugar de la fiesta ya casi todos los amigos y amigas de la promoción estaban colocándose en filas y en orden alfabético para pasar a la pista de baile. ¡Qué aburrido todo esto!, dije y ella sonrió. ‘No te quejes’, me reprendió suavemente. Pareja por pareja caminamos hacia la pista de baile y al pasar por un arco de flores nos iba cayendo ‘pica-pica’, los asistentes nos aplaudían y me preguntaba por qué si hacíamos el ridículo. Creo que trataba de quejarme para mis adentros porque sabía que el próximo escollo complicado debía venir, el baile.


Sentí calor y que la corbata me apretaba, ella me tomaba de la mano y yo quería soltarla de vez en vez para secármela en el pantalón por el sudor. Íbamos avanzando de uno en uno y nos llamaban por nuestros apellidos, nos colocamos todos en el centro de la pista y un maestro de ceremonias daba las indicaciones. Ahora sí, dije. ‘¿Ahora qué?’, me preguntó. Hablé muy fuerte. No, nada, ahora nada, le respondí. Mis pies izquierdos apretados por los zapatos y con una suela resbalosa estaban preparados para iniciar la parte vergonzosa y rígida —porque ritmo no tenía— de la noche.

¡Y ahora cada jovencito le pondrá la orquídea a su pareja! — Dijo el animador, y yo quedé en las nubes. ¿Orquídea?, me pregunté sorprendido.


Y recordé la cajita que mamá me había puesto en el bolsillo del saco. Miré a ambos lados y vi que cada quién iba colocando la flor en el pecho de su parejita. Traté de hacer lo mismo, pero nunca encontré el broche, estaba tan nervioso que mis manos se volvieron más torpes que los pies y estuve a punto de pincharla. Ella sonrió, tomó mis manos, cogió la orquídea y sin dejar de sonreírme se la puso sola como diciéndome ‘no te preocupes’. Pienso hoy que tal vez también quiso añadir, ‘hay cosas más difíciles que eso’…

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