Un tipo blanco, de tamaño normal, gordo, calvo y con
barbas canas, de aspecto urbano sedentario, sonríe haciendo bromas en el
restaurante. Su hijo pequeño juega en aquellas cárceles "aquieta
muchachos" con paredes de mallas, escaleras y piscinas repletas de bolas
de colores. —Es tan atrevido y ágil como el padre—, repite
orgulloso hasta que le advierten que el intrépido niño ha subido hasta donde no
debería.
—Ya no puede bajar, ahora mismo voy… Eh,
vieja, ¿puedes ayudarme? —Dice en tono más bajito
para pedirle ayuda a su esposa, mucho más joven, lo que desata las bromas y
risas de sus demás acompañantes.
Todos nos atrevemos alguna vez a llegar a donde se
supone no deberíamos, pero ¡qué aburrido sería no intentarlo aunque sea una vez
así nos golpeemos duro!
—Ven hijo, sígueme, sí puedes bajar, solo
inténtalo despacio… —Y el niño va siguiendo a su mamá ante la
atenta mirada del hombre gordito bonachón pero que no tiene fachas de que ni a
la edad de su hijo haya subido a un carrito de carrusel.
—Yo iba a ir sólo que ella se me adelantó —Dice
como queriendo apaciguar las burlas. “Pues ahora puedes demostrarlo, tu hijo
volvió a subir”, se escucha en una de las voces. El niño va otra vez, sin miedo
no hay experiencia. Sin intento no hay momentos.
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