Me resulta
extraño y hasta burlón que el destino ponga entre mis tareas preparar eventos
pro San Valentín, pero de esto vivo los últimos tiempos y aunque sea algo que considero
pequeño tengo que darle una sonrisa a la situación y pasarme algunas semanas
pensando en cómo se siente y en qué es lo que quiere una pareja en esas fechas
de amor, porque así me digan que también es para los patas, creo que por algo
los hostales tienen más acogida y eso ya significa más que una simple amistad.
Mi trabajo actual me obliga —sí, así lo siento esta vez— a preparar para otros
un ambiente meloso y embadurnado de frases que me son esquivas y a la vez me
producen cierta alergia aun, pero eso es parte del marketing, tengo que vender
una idea y es lo que me toca para febrero. Nada de carnavales, nada de verano y
playa, esta vez solo el bendito Cupido disparando a los traseros más felices.
Ah, claro, olvidé mencionar —como para explicar un poco la situación— que estoy
solo y así sea algo difícil de creer, no he celebrado antes un San Valentín
como manda la regla, o sea, acompañado, emparejado, enamorado, ilusionado, etc.,
todo lo contrario. Así que para no quedarme con el sentimiento oscuro contaré
cómo fue alguna de estas fechas que alguna vez pasé y de las que sobreviví, que
si bien no podría llamarlas celebraciones como tal, fueron algo.
Mi primer San Valentín
iba —así se inicia con un ‘iba’ que no fue— a ser cuando estaba aun en el cole.
Estábamos en vacaciones y cada cierto tiempo nos veíamos con los compañeros
para acordar lo que haríamos, en especial para vagar y molestar a las
amiguitas. Se suponía que ya íbamos a una que otra fiesta, aunque a escondidas
y pidiendo tiempo prestado para quedarnos más tarde, pero ya era un comienzo. A
cada quien le atraía una compañera de clases o de algún otro colegio pero que
llegaba al mismo grupo. Como grandes ‘experimentados’ nos repartimos las cartas
a jugar. Quería ganar sí o sí, pedí que me dejaran a una compañera con la que hablábamos
mucho los últimos tiempos, antes de entrar a vacas, e intercambiábamos tareas —en
realidad yo le prestaba el cuaderno y ella copiaba toda la tarea sin ningún
remordimiento ni ánimos de cambiar siquiera una coma o un punto para que se
piense que eran distintas soluciones—. Además, había notado que me miraba de
una manera en la cual sentía que estábamos cerca, quizá no tanto como quería
pero el camino parecía darse.
—
Hola.
—
Hola, ¿cómo estás? ¿qué tal las vacaciones?
—
Ahí aburrida, no hay nada que hacer, todo el día
aquí en mi casa.
—
Pero deberías salir, no sé, a pasear, a la plaza
siquiera, ¿no tienes con quién?
—
No sé, no hay nadie, no me dan muchas ganas de
salir por ahí, solo veo televisión y ya, ¿tú qué tal?
—
Un poco aburrido también, tal vez vaya a
visitarte uno de estos días, ¿sí saldrás con las demás chicas para el fin de
semana no?
—
Ah, creo que sí, aun no lo sé, creo que tendré
que portarme bien para que mi mamá me deje.
—
Está bien, seguro que sí te deja. Ya lo
hablaremos, aun falta. Te cuidas, chao.
—
Bien, ya nos vemos. Chao.
Le había dado
vueltas al asunto por varios días luego de esa llamada, tenía que intentar
acercarme más, concluí. Si le dijera que me gustaba justo antes del catorce de
febrero y me aceptaba entonces saldríamos y sería como en las películas, todo
felicidad, muchos besos y abrazos, o bueno, algunos, los que se puedan. Me
decidí, salí rápido y sin pensarla hacia su casa. Llegué con el corazón a mil
por hora, pensando a cada paso en lo que iba a decir, imaginándome su rostro de
sorpresa pero de aceptación, no tenía un plan B, no iba a perder por nada. Cada
vez que pestañeaba veía más cerca la puerta de su casa que estaba entreabierta.
Mucho mejor porque entonces debe estar ahí, pensé.
Al estar a un
paso de la puerta imaginé verla sentada en el sillón y emocionada al verme. No
me equivoqué, ella se levantó como un resorte y toda sonrojada me preguntó ‘qué
hacía en su casa a esas horas’ como si la frecuentara.
—
Solo quería saber cómo estabas… Y, y estás muy
bien. Ya me voy—. Dije.
Desde abajo del
sillón aparecía emergiendo una cara conocida, también sonrojada, pero
evidentemente por otras causas más felices. Había cogido todos mis planes de
besos y abrazos y los estaba poniendo en práctica desde mucho antes de San
Valentín con la chica que me robaba la tarea. Di la vuelta y regresé, también a
mil por hora, pero ahora queriendo romperle el pañal a Cupido.
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