miércoles, 2 de mayo de 2012

Son 102.


Después de casi tres meses de haber caído en cama, mi abuelo caminó hasta su sillón en la sala. Él tiene (en este 2012) más de 102 años a cuestas y algunas enfermedades por las cuales varias veces escuché decir a los médicos que no debería de haber pasado los ochenta, como máximo.


Los días y noches, en especial las madrugadas, desde que entró en su cuarto para no salir han sido difíciles para todos. Estábamos acostumbrados a verlo desayunar en la mesa, a almorzar juntos y cenar también esperando alguna ocurrencia suya, todo eso cambió casi de la noche a la mañana y nuestra rutina también varió violentamente. En casa, en cuestiones de salud, no tuvimos suerte en el inicio de este año y tener este golpe, a pesar que con esa edad cualquier persona diría “es algo que se puede esperar”, nos dejó con los nervios de punta. A pesar que, tendríamos que estar preparados para lo peor por cuestiones mismas de la vida, créanme, al vivirlo nadie lo espera ni con mil horas de preparación psicológica.


No es la primera vez que el abuelo cae enfermo, con su edad cualquier problema hace que no sea favorable para él y a pesar de los extremos cuidados de mamá y de mis tías hay cosas que no se pueden controlar y hasta un resfrío resulta peligroso. Recuerdo que en todas aquellas ocasiones hemos repetido el nerviosismo, las caras largas y tristes alternadas con tensión. Comprensible, diríamos.


‘Son 102 años, qué más podríamos pedir’, le dije a mamá una mañana igual de triste como las anteriores, con el abuelo sin probar alimento alguno y echado en su cama, si lo hacía era por ruego nuestro, ‘una cucharada y no quiero más’, nos decía dejándonos con la sensación de perder una parte de la vida sin poder hacer más. Era como ver una luz que poco a poco se iba apagando sin remedio, porque para complicar la situación los medicamentos recetados ya no son tan buenos para él sino que poco a poco lo van intoxicando, lo que le hace bien para algo lo debilita en otro lado.


Esto me ha hecho adoptar una postura comprensiva ante varios sucesos de la vida, y es que cada quién vive su propio sentimiento interior ante un problema, ante la tristeza y va sumado a lo que se tiene que pasar en el día a día y las relaciones con otras personas. Aun así, reconozco que muchas veces solo deseé dormir y despertar en el futuro. Hoy regresé de hacer un poco de deporte, porque eso también ayuda a cambiar el ánimo, miré por la ventana de la sala para pedir que me abran la puerta y vi a mi abuelo sentado como antes en su sillón y a todos mirándolo, contentos. Sé que a estas alturas de su vida pedirle más es un pecado, que sea lo que Dios quiera, cuando lo quiera.


Hay tantas caídas fuertes, ¿no?... Y a veces siendo jóvenes ante cualquier problema pensamos que soluciones o mejores días no habrán, que quizá las segundas oportunidades para nosotros mismos o para otras personas no existen, ¿por qué no podríamos ponernos otra vez de pie y continuar?
Estoy consciente que el tiempo se agota y que no lo voy a tener mucho, pero me siento inmensamente feliz de tenerlo aun y de haber aprendido parte de la vida a su lado. Estas mañanas despierto y voy a su cuarto, lo veo sentado en la cama, me acerco, tomo sus manos y lo saludo con un beso en su cabeza. ¿Cómo estás hijo? ¿Cómo están las cosas hoy?, me pregunta como para asegurarse que estoy bien y que no me falta nada.


No me hace falta nada papá Juan, a tu lado lo he tenido todo, hasta hoy que te escucho... 


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